Noé Ortiz
Si no estaremos al revés: en la práctica política las reformas legales, el presupuesto de ingresos y egresos, el sentido de las políticas social, económica, de seguridad, fiscal, etc., la persecución de la corrupción en el sector público, y el resto de las decisiones que pueden cambiar el rumbo del país, recae en el Poder Legislativo, es decir, en los senadores y diputados, y no en el Ejecutivo, o sea, el presidente.
Al menos eso es lo que marca nuestra Constitución, que en esa sabiduría de división de poderes, dotó al legislativo de las facultades para organizar y planear, y al ejecutivo las de echar a andar. Finalmente, ha sido en el legislativo en donde, por atender a los intereses partidistas (de bancada, de grupo y demás eufemismos) se han atorado las reformas fundamentales de este país, y es en el legislativo en donde se deciden los temas que atenderá el gobierno federal.
Y sin embargo, toda la parafernalia electoral gira en torno a la elección presidencial, evidenciando que en nada nos diferenciamos de los sistemas políticos boliviano y venezolano, sistemas en el que la pleitesía al Tlatoani es más importante que la funcionalidad de un gobierno.
Lo patético no es que nuestros candidatos hayan mostrado por segunda ocasión unas ganas rabiosas de echarse pleito coronadas por una total ausencia de ideas, propuestas y proyectos, todo enmarcado en la repetición hasta el cansancio de las mismas frases; lo patético es que todos los candidatos a diputados y senadores repiten exactamente el mismo discurso que les indica el ídolo de piedra que los dirige.
Así las cosas, algo queda claro: no importa quién de los tres gane, importa cómo echamos a andar un poder legislativo que desde hace muchos años está paralizado y es inservible, cuyos diputados afines al partido del ejecutivo estarán otra vez secuestrados por el presidente, y los de las otras bancadas, rendidos a sus partidos.
Una democracia de oropel, en donde todos presumen valer, pero ninguno se ocupa más que por sacarse a sí mismo brillo.