La última y nos vamos
Noé Ortiz
Es el 27 de diciembre, casi terminando el 2015 y yo pido la última y nos vamos… pero si nunca he medido mi tiempo por ciclos anuales, ¿cómo abordar ahora este fin de año?
Recuerdo cómo llegué al 2000, con un recorrido once años mayor que el transcurrido desde ese año hasta hoy, y aún así, siento estos 15 más ricos y completos, porque, insisto, no se trata de vivir la vida, sino de cómo se vive (y tampoco es el discurso bienaventurero, con el que, además, me sería más fácil el epitafio anual, pues bastaría colmar de buenos deseos y pensamientos positivos, en sustitución de la reflexión), y el cómo se vive implica una serie de consecuencias y causas.
Por ejemplo, no puedo pensar igual que quien disfrutó los buenos momentos y agradece las enseñanzas del 2015, mientras espera un 2016 lleno de sorpresas y 365 nuevas oportunidades; simplemente porque los logros del 2015 son consecuencia de lo emprendido en el 2014, 2013, 2012 o antes; y lo que faltó es porque será en el 2016, 2017 o después, pero nunca obra de la la buena suerte, y sí mucho de la casualidad. Por eso también me exasperan aquellos que toman un único hecho y sobre él cargan todo el peso, olvidando la importancia de los que previo, paralelo y posterior al mismo, acontecieron.
Y, bueno, alguna vez afirmé que nuestra circunstancia tiene más que ver con la coyuntura en la que se da (en la que interviene la voluntad del otro, del entorno, el accidente y el improbable), que de la propia voluntad. Creer lo contrario es darle un valor inconmensurable al deseo propio y esto lleva a la frustración.
¿Qué significa, entonces, el fin de año? Fuera del momento en el que puede uno ponerle candado al cerrojo del pasado, nada, pues si algo tienen los planes futuros, es que éstos empiezan caprichosamente en febrero, junio o noviembre, y terminan igualmente de manera arbitraria (por eso, creo, de ahí nuestra necedad de encadenar los momentos significativos a fechas emblemáticas), más sin embargo requerimos del símbolo anual para darle forma a nuestra temporalidad.
El conteo anual tiene sentido sólo en el contexto de las preposiciones. Imaginemos la llegada al matrimonio de una pareja ficticia: “durante 3 años fuimos novios, pero fue hasta el 2016, durante las vacaciones de verano, que decidimos casarnos para formar una familia”.
¿Cuántos de estos hechos se dieron en este año? Y sin embargo para ellos, el 2016 será emblemático, sin importar si su relación nació en una reunión del 2013, o se consolidó con lo que vivieron en el invierno del 2015, sus preposiciones los llevan indiscutiblemente al 2016 como la única fecha cierta.
Visto al revés, si este 2016 marcó el fin de una relación (divorcio, la cortamos, ahí muere), ¿fue en este año que se dieron las condiciones de desinterés, desamor, infidelidad o desatención que llevaron al fin de la relación?, no importa, porque para la ex pareja, la preposición del 2016 marcará para siempre el fin.
Estamos condicionados por las preposiciones a pesar de que las modas nos instan a vivir en verbos, obteniendo, a lo sumo, algunos adverbios: nos quieren convencer de que no basta amar si no es arduamente; aseguran que es inmortal vivir si no lo hacemos plenamente, mientras señalan que el trabajar es malo a menos que sea satisfactoriamente. La condena de la lengua llevada a la moralidad.
Y claro, la emoción, las ganas, el deseo, la coyuntura, la lengua, la sintaxis, el buen decir y todo aquello en lo que pienso, que recuerdo, lo que proyecto y lo que planeo, terminan juntándose aquí, hoy, en este recuento anual, en esta reflexión para la que hoy preparé unos tequilas hasta que, contra mi voluntad, mi mujer me dice que hasta aquí, y yo sólo le pido: la última y nos vamos.
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