Noé Ortiz
Visto sin apasionamientos y a toro pasado, la llegada de Trump era lo lógico, pues su discurso es un reflejo de la tendencia global en política, sobre todo en países cuyo gobierno depende de un proceso electoral, discurso que hoy tenemos la oportunidad de verlo desde fuera para entender que también lo vivimos.
En esa manera de hacer política se requiere la creación de un enemigo imaginario pero identificable, el mal encarnado en un grupo social, fuente de todos los males que padecemos y cuya aniquilación/aislamiento/derrota traerá el inmediato bienestar.
Es un discurso hipnotizante porque le permite al elector encontrar una respuesta a sus males sin la necesidad de esforzarse por entender su contexto y le ahorra el trabajo de buscar soluciones complejas para salir de la crisis social, económica o cultural que lo afecta.
Si a este discurso le añadimos la añoranza por los tiempos pasados, tenemos una fórmula ganadora, no porque sea la correcta, sino porque estimula dos impulsos que compartimos cómo humanidad: el eterno descontento con nuestro entorno y la creencia de que todo tiempo pasado fue mejor.
Porque si al elector, de cualquier parte del mundo, le hablas de programas, proyectos, expectativas, variaciones, estadísticas y números, se enfada, y es cuando convertimos las campañas en espectáculo.
Al final pasa como pasará con Trump, realizará algunas acciones espectaculares para soportar su discurso (las qué le deje hacer la Corte y el Congreso) que lo van a alejar aún más del deseo de “hacer a América grande de nuevo”, con la subsiguiente decepción de quienes creyeron en él y la necesidad de un nuevo candidato que vuelva a prometer resolver la economía (la sociedad o la familia) abatiendo a un nuevo enemigo imaginario, pero identificable.
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