Noé Ortiz
No recuerdo el nombre del cuento ni el autor, sólo recuerdo que era una edición económica de bolsillo que compilaba historias de ciencia ficción. La historia se desarrollaba en un futuro distópico en el que dos bandos libran una guerra galáctica, cuando uno de los bloques logra un descubrimiento tecnológico que, auguran, les dará la victoria: un aparato que permitía dar saltos cuánticos a sus naves para aparecer y desaparecer del campo de batalla, desapareciendo cuando van en desventaja, apareciendo para sorprender al enemigo.
Pero al ponerlo en práctica comienzan los problemas, pues en cada salto las dimensiones de las naves, sus partes y armas varían: cañones a los que ya no les caben las municiones, tornillos que ya no embonan en sus tuercas, refacciones que ya no embonan…Al final, el gran descubrimiento, el adelanto tecnológico, es lo que los condena y hace perder la guerra.
El recuerdo de esta historia me vino de dos noticias: los norteamericanos reconocen que un país aliado disparó un misil Tomahawak de 3 millones de dólares para destruir un dron que cuesta 200, posible portador de una bomba de ISIS, ¿imaginan la dimensión de un ataque de ISIS con 7 mil drones falsos?, con un costo de 1 millón 400 mil dólares se requerirían disparar 7 mil misiles con tecnología de punta con un gasto de 21 mil millones de dólares: la tecnología mal entendida.
Lo cual me lleva a la segunda historia: 21 mil millones de dólares es la primer estimación oficial que hace el gobierno de Trump sobre la construcción del muro, aunque no pudieron dar detalles porque desconocen el tipo de terreno a cubrir, la longitud real y, sobre todo, lo que se necesitaría para tener un muro con tecnología de punta, y además, el proyecto tardaría más de 10 años en construirse.
La tecnología sirve para construir y crear: mejores condiciones de vida, oportunidades de desarrollo económico, personal y profesional, por eso la tecnología desarrollada para prohibir, limitar o impedir termina, tarde o temprano, siendo la más cara e inútil.